Era conocida la historia que se cernía sobre la habitación 1110 y que
se alimentaba, por el personal más viejo,
al abrigo de una taza de café en esas frías y tediosas noches de
invierno. Allí pasó sus últimos días un conocido monje cuyo espíritu hacía acto
de presencia ante el paciente, para reconfortarlo según unos, como premonición de una muerte cercana según
otros.
Ya llevaba unos meses en la unidad y por suerte nunca presencié experiencias
paranormales. Intentaba no pensar en ello, pese a que mi compañera se empeñase
en recordármelo continuamente con sus actos: se persignaba siempre antes de
entrar en la habitación y aceleraba su paso cuando llegaba a la altura de la
1110.
El reloj marcaba las 4 de la madrugada cuando sonó el timbre de la 1110.
A través del interfono la voz de la hija de la paciente: “Por favor, ayuden mi madre”. Siempre que se oyen este tipo de frases el
resultado suele ser el mismo, el fallecimiento del paciente.
Acudimos rápido pero mi compañera no olvidó su ritual al entrar. Por
fortuna la paciente estaba viva; la hija aterrada, nos gritaba: “Esa no es mi madre, esa no es la cara de mi
madre”. La paciente, con la cara desencajada, con rasgos casi felinos,
imposible que se comunicase debido a su patología de base, se afanaba en
señalar la esquina de la habitación. No quería mirar donde apuntaba, mi grado
de sugestión era tal que, si lo hacía, estaba seguro que vería al monje, al
cura, al papa o incluso a la madre Teresa de Calcuta.
Cada vez que intentaba tocarla para tomar las constantes me miraba,
arrugaba el hocico, me enseñaba los dientes, hacía el gesto y el sonido de un
gato asustado a la vez que lanzaba un torpe manotazo con su mano en forma de
garra.
La toma de constantes, totalmente descontroladas, me obligó a llamar al
médico de guardia que, conocedor de la historia, también entró asustado a la
habitación. No dio tiempo a nada la paciente se persignó y su corazón se paró
de forma irreversible.
La mirada atónita de la hija que se afanaba en repetir que esa no era
su madre y no era creyente hizo que un escalofrío recorriese nuestros cuerpos.
A la noche siguiente, con la habitación aún vacía, el comentario de
otra vieja compañera que conoció al monje durante su ingreso en el hospital,
nos hizo un flaco favor, el monje siempre usaba la misma frase ante los no
creyentes: “no seáis ariscos como gatos y
abrid vuestros corazones a la fe”.
Llego a leer este post de noche en casa y, perdón por la expresión, pero me cagoooo...
ResponderEliminarSaludos!
Noelia yo aun lo hago a pesar d los años q han pasado. Saludos.
EliminarMi gato está en celo ahora, si le hace a la señora un alegrón, que llame, jeje.
ResponderEliminarSe lo dire atraves d los espiritus quizas te haga una visita esta noche jejej
EliminarAaaagggssss que yuyu!
ResponderEliminarMiedo miedo jijiji saludos
EliminarYuyu!! yuyu!!
ResponderEliminarUn día de estos te envio a tu correo una "historia" de "yuyus" que también pasa en mi hospital!!
Saluditos.
Venga venga yaaa
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