Violentamente aporreaba la entrada cerrada, hizo caso omiso del gran cartel: “toque el timbre”.
Medico,
técnico y yo nos despertamos casi a la vez, sobresaltados. Se identificó como
guardia civil a la vez que nos mostraba su placa y, para dar mayor veracidad a
su testimonio, nos dejó ver como el que no quiere, su arma que prendía del
cinturón de su pantalón.
“En breve va acudir un alto cargo político
para qué lo atendáis. Exijo máxima discreción, no se podrá, en ningún momento,
revelar su identidad y para asegurarme de ello os requiso vuestros teléfonos móviles”.
Yo se lo entregué sin más dilación, técnico y médico se opusieron pero pronto
cedieron ante la insistente, autoritaria y casi violenta voz del picoleto.
Pasaban los
minutos y como el mejor guión de película americana el guardia civil permanecía
apostado en la puerta principal, con su mirada más que fija perdida en la
oscuridad de la noche y con su mano dominante apoyada en la cacha del revolver
lo que, sin duda, le confería mayor autoridad.
A mi yo
interior (M.Y.I.) no le gustaba, quizás presa del miedo, que raro parecía, su
pelo rozando la indigencia, despeinado, pringoso y aleatoriamente decorado por trazas blancas de caspa, su ropa desaliñada,
ese olor a oso tras la hibernación, esos dedos índice y medio teñidos de
amarillo nicotina. El técnico conductor de ambulancia se alió con M.Y.I.: “Este tío no es un policía, esta zumbado”.
Pero yo
pensaba en ese detective de homicidios de la policía de Los Ángeles: El
teniente Colombo, un auténtico sabueso, desaliñado, capaz de resolver cualquier
caso, cuyo perfil se asemejaba al de nuestro inoportuno visitante.
M.Y.I.: “Este es Colombo, hombre, tranquilo”.
Los rotativos
azules de un vehículo de la guardia civil que se aproximaban dieron por zanjadas mis dudas miré al técnico
y le dije : “Incrédulo este hombre es
como Colombo, una máquina policial”.
Un hombre de
pelo cano acompañado por dos guardias civiles irrumpieron en el consultorio, el
primero se abalanzó sobre el picoleto de incognito y le propinó sendos
puñetazos en la cara que hicieron que se desplomase. Desde el suelo, llorando y
señalándonos vociferó: “Ves papá, cómo hay gente más tonta que yo”.
Durante unos
largos minutos estuvimos a merced de un paciente psiquiátrico en pleno brote de
su enfermedad y que había abandonado su medicación hacía días.
Qué idiota he
sido, como he podido confundirlo con Colombo. Colombo nunca iba armado.
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