Margaret Thatcher, o simplemente la Thatcher, fue mi compañera durante varios meses, me encantaba, eso sí, profesionalmente. Fría, calculadora, no le temblaba el pulso, no expresaba ningún tipo de emoción ni miedo, no existía la duda, dominadora de todos los procedimientos, protocolos y técnicas.
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El aviso de la ambulancia rompió ese interminable tiempo muerto, llegaban a urgencias dos pacientes víctimas de un accidente tráfico, el varón venía jodido, la mujer, una rubia de buen ver, consciente. En la sala de críticos no me lo podía creer, ni las gruesas capas de maquillaje naranja butano podían esconder la tristeza del rostro de la Thatcher, la delataban sus ojos vidriosos. Imaginaciones mías si es la Thatcher, pero no había dudas: el temblor de sus manos, el ir y venir de su cuerpo la delataban; tuve que salir a escena y asumir el papel principal.
El médico: “Solo tenemos el nombre del paciente nada del resto de datos de filiación”.
Mi compañera, la Thatcher, dio su nombre, apellidos, fecha de nacimiento, grupo sanguíneo… todo acompañado de una lágrima teñida de negro rímel que recorrió lentamente su rostro para estrellarse contra el suelo. Efectivamente se trataba de “Mijuan”.
La rubia, entre la Thermomix y Mijuan, se quedó sin dudarlo con el hombre perfecto. Y yo sin poder elegir me he conformado con la Thermomix, hoy me ha llegado, de primero brandada de bacalao, de postre, sorbete de frutas congelas.
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