lunes, 26 de marzo de 2012

San Fermines

Dispositivo de cuidados críticos y urgencias, esto es: una ambulancia, un técnico conductor y un enfermero encarnado por mí mismo.

Llegué un poco antes de mi turno para que me contasen de que iba esto; me topé con una enfermera siesa que olía a bola de alcanfor añeja; me comentó que en el almacén había una mochila, que la llenase de medicación para los avisos que fueran saliendo.
¿Qué medicación?” le pregunté. “Pues un poco de todo, no se, lo que veas”, me respondió.
Te importa que mire tu maletín…” no me dejó terminar la frase: “No, tengo prisa me tengo que ir”.

Mi Yo Interior: “Hija de puta, lalalá”.

Busqué durante varios minutos en ese almacén la dichosa mochila, y lo más parecido que encontré era una especie de bolsa bandolera con doble bolsillo uno de los cuales, el más grande, carente de cremallera.  Cogí esta bolsa  en origen roja  y blanca, actualmente rosa palo y vainilla e influenciado por mi último contrato en una unidad de traumatología la llené sobre todo de vendas, esparadrapo y poco más. Improvisé una cremallera de esparadrapo y sin tiempo a comprobar su eficacia nos dieron un aviso a domicilio.

Ya en la ambulancia miraba de reojo al resto del equipo perfectamente uniformado: botas, pantalones y chaleco reflectantes multibolsillos… y yo con mis zuecos de plástico talón al aire, uniforme hospitalario y para rematar la mochila de la Hello Kitty.

Los bajos de ese local comercial escondían tras una persiana de cierre a Bartolo “El Cabezón”, que permanecía atrincherado en su interior desde hacia tres días acompañado, según los familiares, de varios litros de vino fino en rama, unos cuantos gramos de coca y su medicación psiquiátrica.

Despertó de su letargo quizás por el ruido de las sirenas. Levantamos de una vez el cierre de la persiana que se estampó contra el techo, dejando ver a Bartolo en calzoncillos y camiseta interior. No era decorativo el redondel amarillo del centro de su ropa interior, desvié rápidamente la mirada de ese cerco de orina seca y la fijé en palo grueso que blandía con su mano dominante.

Lo de cabezón no es porque fuera un hombre terco, la genética le había castigado con un pedazo de cabeza gorda redonda imposible de sostener en un cuello normal, en su lugar el pescuezo de un miura, rascó su pezuña en el suelo y embistió contra nosotros. El técnico corrió dirección este, el médico hizo lo propio dirección oeste y yo, con esos putos zuecos, corrí cual mari en las rebajas, hacia el sur dejando un rastro tras de mí de material, vendas, gasas… que caían desde mi bolso de Hello Kitti.  Salté sobre el capó de un Ford fiesta verde y me escondí tras él. Desde el suelo vi, a lo lejos, uno de mis zapatos, pero ni rastro del astado.

Una mano en la espalda fue mi sentencia de muerte, giré la cabeza esperando el golpe de gracia y vi a un viejo, cabrón: “¿Me puedes tomar la tensión, padre?

MYI: “Y tú,  ¿me puedes prestar tu pañal?
Las sirenas azules y varios policías consiguieron reducir a ese animal cabezón, no le pude administrar el tranxilium 50 mgr (sedante para bestias de mas de 90 kilos) que me mandó el médico. En mi defensa alegué que se me había caído. En realidad ni se me había ocurrido meter ese medicamente en mi mochila.

Paradójicamente ese día me libré de la regañina mil y pico de mi vida profesional gracias a una cremallera rota de la Hello Kitti.


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